viernes, 8 de enero de 2021

PROLOGO DE J.G.BALLARD A SU LIBRO "CRASH"

 


El matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo XX ha engendrado un

mundo cada vez más ambiguo. Los espectros de siniestras tecnologías y los sueños

que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones. El

armamento tecnológico y los anuncios de bebidas gaseosas coexisten en un dominio

de luces enceguecedoras gobernado por la publicidad y los pseudo acontecimientos,

la ciencia y la pornografía. Los leitmotive gemelos de este siglo, el sexo y la

paranoia, presiden nuestras existencias. El júbilo de McLuhan frente a los mosaicos

de información ultrarrápida no basta para que olvidemos el profundo pesimismo de

Freud en El malestar en la cultura. El voyeurismo, la insatisfacción, la puerilidad de

nuestros sueños y aspiraciones, todas estas enfermedades de la psique han culminado

ahora en la víctima más aterradora de nuestra época: la muerte del afecto.

Este abandono del sentimiento y la emoción ha preparado el camino a nuestros

placeres más tiernos y reales: en las excitaciones provocadas por el sufrimiento y la

mutilación; en el sexo como una arena ideal —semejante a un cultivo de pus estéril—

para todas las verónicas de nuestras perversiones; en la prosecución de un juego que

no nos compromete moralmente: nuestra propia psicopatología; en nuestro poder de

conceptualización, en apariencia ilimitado. Nuestros hijos tienen menos que temer de

los coches en las autopistas del mañana que del placer con que calculamos sus

muertes futuras de acuerdo con los parámetros más elegantes.

Mostrar los dudosos encantos de la existencia en este glauco paraíso se ha

convertido cada vez más en una función propia de la ciencia ficción. Creo con

firmeza que la CF, considerada a menudo un mero retoño, es al contrario la principal

tradición de una respuesta de la imaginación frente a la ciencia y la tecnología y que

corre en una línea ininterrumpida de H. G. Wells, Aldous Huxley, y los autores

norteamericanos modernos de ciencia ficción, hasta los innovadores de hoy, como

William Burroughs.

El «hecho» capital del siglo XX es la aparición del concepto de posibilidad

ilimitada. Este predicado de la ciencia y la tecnología implica la noción de una

moratoria del pasado —el pasado ya no es pertinente, y tal vez esté muerto— y las

ilimitadas alternativas accesibles en el presente. La filosofía social y sexual del

asiento eyectable une el primer vuelo de los hermanos Wright con la invención de la

píldora.

No parece haber género mejor equipado que la ciencia ficción para explorar este

inmenso continente de lo posible. Ninguna otra forma narrativa dispone de un

repertorio de imágenes e ideas adecuadas para tratar el presente, y mucho menos el

porvenir. La característica dominante de la novela moderna es su preocupación por el

aislamiento del individuo, la atmósfera de introspección y alienación, un estado

mental que se presenta siempre como si fuera la marca distintiva de la conciencia del

siglo XX.

Nada menos cierto. Al contrario, a mi juicio esta psicología procede totalmente

del siglo pasado, e ilustra la reacción contra las presiones de la sociedad burguesa, el

carácter monolítico de la era Victoriana y la figura tiránica del pater familias

parapetado en su autoridad sexual y económica. Se trata de una óptica resueltamente

retrospectiva, obsesionada por la naturaleza subjetiva de la experiencia, y que además

tiene como tema la racionalización de la culpa y el enajenamiento. Los elementos de

esta literatura son la introspección, el pesimismo y la sofisticación. No obstante, si

algo distingue al siglo XX es por cierto el optimismo, la iconografía del producto de

masas, la ingenuidad, el gozo libre de culpa de todas las posibilidades de la mente.

La modalidad imaginativa que se manifiesta hoy en la ciencia ficción no es

nueva. Homero, Shakespeare y Milton inventaron otros mundos para hablar del

nuestro. La acción de la ciencia ficción como un género separado, de reputación algo

dudosa, es un fenómeno reciente y que está unido a la casi desaparición de la poesía

dramática y filosófica y al lento deterioro de la novela tradicional, cada vez más

dedicada a describir exclusivamente distintos matices de las relaciones humanas.

Entre los temas que la novela tradicional ha descuidado, los más importantes son sin

duda la dinámica de las sociedades humanas (la novela tradicional tiende a

presentarlas como estáticas) y el puesto del hombre en el universo. Aun ingenua o

crudamente, la ciencia ficción intenta al menos poner un marco filosófico o

metafísico a los acontecimientos más importantes de nuestras vidas y nuestras

conciencias.

Esta defensa general de la ciencia ficción se debe obviamente a que mi propia

carrera de escritor ha estado unida a ella durante unos veinte años. Desde un

principio, cuando me volví por vez primera hacia el género, tuve la convicción de que

la clave del presente está en el futuro, más que en el pasado. En esa época, sin

embargo, no me satisfacía el apego convulsivo de la CF por dos temas principales: el

espacio exterior y el futuro remoto. Tanto con propósitos emblemáticos como

teóricos y de programa, di el nombre de «espacio interior» al nuevo territorio que yo

deseaba explorar: ese dominio psicológico (y que aparece, por ejemplo, en los

cuadros surrealistas) donde el mundo exterior de la realidad y el mundo interior de la

mente se encuentran y se funden.

Mi intención primera era escribir una obra de ficción sobre el mundo actual. En el

contexto de la década del 50, cuando uno podía oír en la radio los primeros mensajes

del Sputnik I, como la señal avanzada de un nuevo universo, este propósito requería

unas técnicas completamente distintas de las utilizadas por el novelista del siglo XIX.

Yo creía en verdad que si fuera posible borrar del todo la literatura existente, estando

obligados a comenzar de nuevo sin ningún conocimiento del pasado, todos los

escritores empezarían a producir inevitablemente algo muy semejante a la ciencia

ficción.

La ciencia y la tecnología se multiplican a nuestro alrededor. Cada vez más son

ellas las que nos dictan el lenguaje en que pensamos y hablamos. Utilizamos ese

lenguaje, o enmudecemos.

No obstante, por una paradoja irónica, la ciencia ficción se convirtió en la primera

víctima de este mundo cambiante que anticipó y ayudó a crear. El porvenir entrevisto

por los autores de las décadas del 40 y el 50 es ya nuestro pasado. Las imágenes

entonces predominantes, no sólo los primeros vuelos a la luna y los viajes

interplanetarios sino también nuestras cambiantes relaciones sociales y políticas en

un mundo gobernado por la tecnología, hoy parecen los enormes fragmentos de un

decorado teatral desechado. 2001: Odisea del espacio comunicaba esta impresión de

un modo particularmente conmovedor. Este film anuncia a mi juicio el fin de la época

heroica de la ciencia ficción moderna. Los paisajes y el vestuario cuidadosamente

concebidos, las maquetas espectaculares, me hicieron pensar en Lo que el viento se

llevó; la epopeya tecnológica se transformaba en una especie de novela histórica al

revés, un mundo cerrado donde nunca se permitía que entrase la luz cruda de la

realidad contemporánea.

Nuestros conceptos de pasado, presente y futuro necesitan ser revisados, cada vez

más. Así como el pasado mismo —en un plano social y psicológico— fue una

víctima de Hiroshima y la era nuclear, así a su vez el futuro está dejando de existir,

devorado por un presente insaciable. Hemos anexado el mañana al hoy, lo hemos

reducido a una mera alternativa entre otras que nos ofrecen ahora. Las opciones

proliferan a nuestro alrededor. Vivimos en un mundo casi infantil donde todo deseo,

cualquier posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede

ser satisfecho en seguida.

Añadiré que a mi criterio el equilibrio entre realidad y ficción cambió

radicalmente en la década del sesenta, y los papeles se están invirtiendo. Vivimos en

un mundo gobernado por ficciones de toda índole: la producción en masa, la

publicidad, la política conducida como una rama de la publicidad, la traducción

instantánea de la ciencia y la tecnología en imaginería popular, la confusión y

confrontación de identidades en el dominio de los bienes de consumo, la anulación

anticipada, en la pantalla de TV, de toda reacción personal a alguna experiencia.

Vivimos dentro de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor

invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar

la realidad.

En el pasado, dábamos siempre por supuesto que el mundo exterior era la

realidad, aunque confusa e incierta, y que el mundo interior de la mente, con sus

sueños, esperanzas, ambiciones, constituía el dominio de la fantasía y la imaginación.

Al parecer esos roles se han invertido. El método más prudente y eficaz para afrontar

el mundo que nos rodea es considerarlo completamente ficticio… y recíprocamente,

el pequeño nodo de realidad que nos han dejado está dentro de nuestras cabezas. La

distinción clásica de Freud entre el contenido latente y el contenido manifiesto de los

sueños, entre lo aparente y lo real, hay que aplicarla hoy al mundo externo de la

llamada realidad.

Frente a estas transformadnos, ¿cuál es la tarea del escritor? ¿Puede seguir

utilizando las técnicas y perspectivas de la novela del siglo XIX, la narrativa lineal, la

mesurada cronología, los personajes representativos fastuosamente instalados en un

tiempo y un espacio amplios? ¿El tema principal puede seguir siendo las fuentes

pretéritas de un carácter o una personalidad, la lenta inspección de las raíces, el

examen de los matices más sutiles que puedan encontrarse en el mundo del

comportamiento social y las relaciones humanas? ¿Posee aún el escritor autoridad

moral suficiente para inventar un universo autónomo y cerrado en sí mismo,

manejando a sus personajes como un inquisidor que conoce de antemano todas las

preguntas? ¿Tiene derecho a dejar de lado lo que prefiere no entender, incluyendo sus

motivos y prejuicios, y su propia psicopatología?

Entiendo que el papel, la autoridad y la libertad misma del escritor han cambiado

radicalmente. Estoy convencido de que en cierto sentido el escritor ya no sabe nada.

No hay en él una actitud moral. Al lector sólo puede ofrecerle el contenido de su

propia mente, una serie de opciones y alternativas imaginarias. El papel del escritor

es hoy el del hombre de ciencia, en un safari o en el laboratorio, enfrentado a un

terreno o tema absolutamente desconocidos. Todo lo que puede hacer es esbozar

varias hipótesis y confrontarlas con los hechos.

Crash es un libro de ese tipo, una metáfora extrema para una situación extrema,

un conjunto de medidas desesperadas a las que sólo se recurrirá en caso de

emergencia. Si no me equivoco, y si lo que he hecho en estos últimos años es intentar

redescubrir el presente, Crash es una novela apocalíptica de hoy que continúa la serie

iniciada por otros libros míos en los que imaginaba un cataclismo mundial en un

futuro cercano o inmediato: El mundo sumergido. La sequía y El mundo de cristal.

Crash por supuesto no trata de una catástrofe imaginaria, por muy próxima que

pueda parecer, sino de un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las

sociedades industriales, y que provoca cada año miles de muertos y millones de

heridos. ¿Es lícito ver en los accidentes de automóvil un siniestro presagio de una

boda de pesadilla entre la tecnología y el sexo? ¿La tecnología moderna llegará a

proporcionarnos unos instrumentos hasta ahora inconcebibles para que exploremos

nuestra propia psicopatología? ¿Estas nuevas fijaciones de nuestra perversidad innata

podrán ser de algún modo benéficas? ¿No estamos asistiendo al desarrollo de una

tecnología perversa, más poderosa que la razón?

A lo largo de Crash he tratado el automóvil no sólo como una metáfora sexual

sino también como una metáfora total de la vida del hombre en la sociedad

contemporánea. En este sentido la novela tiene una intención política completamente

separada del contenido sexual, pero aún así prefiero pensar que Crash es la primera

novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la pornografía es la

forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos

y explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada.

Por supuesto, la función última de Crash es admonitoria, una advertencia contra

ese dominio de fulgores estridentes, erótico y brutal, que nos hace señas llamándonos

cada vez con mayor persuasión desde las orillas del paisaje tecnológico.

J. G. B.