El matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo XX ha engendrado un
mundo cada vez más ambiguo. Los espectros de siniestras tecnologías y los sueños
que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones. El
armamento tecnológico y los anuncios de bebidas gaseosas coexisten en un dominio
de luces enceguecedoras gobernado por la publicidad y los pseudo acontecimientos,
la ciencia y la pornografía. Los leitmotive gemelos de este siglo, el sexo y la
paranoia, presiden nuestras existencias. El júbilo de McLuhan frente a los mosaicos
de información ultrarrápida no basta para que olvidemos el profundo pesimismo de
Freud en El malestar en la cultura. El voyeurismo, la insatisfacción, la puerilidad de
nuestros sueños y aspiraciones, todas estas enfermedades de la psique han culminado
ahora en la víctima más aterradora de nuestra época: la muerte del afecto.
Este abandono del sentimiento y la emoción ha preparado el camino a nuestros
placeres más tiernos y reales: en las excitaciones provocadas por el sufrimiento y la
mutilación; en el sexo como una arena ideal —semejante a un cultivo de pus estéril—
para todas las verónicas de nuestras perversiones; en la prosecución de un juego que
no nos compromete moralmente: nuestra propia psicopatología; en nuestro poder de
conceptualización, en apariencia ilimitado. Nuestros hijos tienen menos que temer de
los coches en las autopistas del mañana que del placer con que calculamos sus
muertes futuras de acuerdo con los parámetros más elegantes.
Mostrar los dudosos encantos de la existencia en este glauco paraíso se ha
convertido cada vez más en una función propia de la ciencia ficción. Creo con
firmeza que la CF, considerada a menudo un mero retoño, es al contrario la principal
tradición de una respuesta de la imaginación frente a la ciencia y la tecnología y que
corre en una línea ininterrumpida de H. G. Wells, Aldous Huxley, y los autores
norteamericanos modernos de ciencia ficción, hasta los innovadores de hoy, como
William Burroughs.
El «hecho» capital del siglo XX es la aparición del concepto de posibilidad
ilimitada. Este predicado de la ciencia y la tecnología implica la noción de una
moratoria del pasado —el pasado ya no es pertinente, y tal vez esté muerto— y las
ilimitadas alternativas accesibles en el presente. La filosofía social y sexual del
asiento eyectable une el primer vuelo de los hermanos Wright con la invención de la
píldora.
No parece haber género mejor equipado que la ciencia ficción para explorar este
inmenso continente de lo posible. Ninguna otra forma narrativa dispone de un
repertorio de imágenes e ideas adecuadas para tratar el presente, y mucho menos el
porvenir. La característica dominante de la novela moderna es su preocupación por el
aislamiento del individuo, la atmósfera de introspección y alienación, un estado
mental que se presenta siempre como si fuera la marca distintiva de la conciencia del
siglo XX.
Nada menos cierto. Al contrario, a mi juicio esta psicología procede totalmente
del siglo pasado, e ilustra la reacción contra las presiones de la sociedad burguesa, el
carácter monolítico de la era Victoriana y la figura tiránica del pater familias
parapetado en su autoridad sexual y económica. Se trata de una óptica resueltamente
retrospectiva, obsesionada por la naturaleza subjetiva de la experiencia, y que además
tiene como tema la racionalización de la culpa y el enajenamiento. Los elementos de
esta literatura son la introspección, el pesimismo y la sofisticación. No obstante, si
algo distingue al siglo XX es por cierto el optimismo, la iconografía del producto de
masas, la ingenuidad, el gozo libre de culpa de todas las posibilidades de la mente.
La modalidad imaginativa que se manifiesta hoy en la ciencia ficción no es
nueva. Homero, Shakespeare y Milton inventaron otros mundos para hablar del
nuestro. La acción de la ciencia ficción como un género separado, de reputación algo
dudosa, es un fenómeno reciente y que está unido a la casi desaparición de la poesía
dramática y filosófica y al lento deterioro de la novela tradicional, cada vez más
dedicada a describir exclusivamente distintos matices de las relaciones humanas.
Entre los temas que la novela tradicional ha descuidado, los más importantes son sin
duda la dinámica de las sociedades humanas (la novela tradicional tiende a
presentarlas como estáticas) y el puesto del hombre en el universo. Aun ingenua o
crudamente, la ciencia ficción intenta al menos poner un marco filosófico o
metafísico a los acontecimientos más importantes de nuestras vidas y nuestras
conciencias.
Esta defensa general de la ciencia ficción se debe obviamente a que mi propia
carrera de escritor ha estado unida a ella durante unos veinte años. Desde un
principio, cuando me volví por vez primera hacia el género, tuve la convicción de que
la clave del presente está en el futuro, más que en el pasado. En esa época, sin
embargo, no me satisfacía el apego convulsivo de la CF por dos temas principales: el
espacio exterior y el futuro remoto. Tanto con propósitos emblemáticos como
teóricos y de programa, di el nombre de «espacio interior» al nuevo territorio que yo
deseaba explorar: ese dominio psicológico (y que aparece, por ejemplo, en los
cuadros surrealistas) donde el mundo exterior de la realidad y el mundo interior de la
mente se encuentran y se funden.
Mi intención primera era escribir una obra de ficción sobre el mundo actual. En el
contexto de la década del 50, cuando uno podía oír en la radio los primeros mensajes
del Sputnik I, como la señal avanzada de un nuevo universo, este propósito requería
unas técnicas completamente distintas de las utilizadas por el novelista del siglo XIX.
Yo creía en verdad que si fuera posible borrar del todo la literatura existente, estando
obligados a comenzar de nuevo sin ningún conocimiento del pasado, todos los
escritores empezarían a producir inevitablemente algo muy semejante a la ciencia
ficción.
La ciencia y la tecnología se multiplican a nuestro alrededor. Cada vez más son
ellas las que nos dictan el lenguaje en que pensamos y hablamos. Utilizamos ese
lenguaje, o enmudecemos.
No obstante, por una paradoja irónica, la ciencia ficción se convirtió en la primera
víctima de este mundo cambiante que anticipó y ayudó a crear. El porvenir entrevisto
por los autores de las décadas del 40 y el 50 es ya nuestro pasado. Las imágenes
entonces predominantes, no sólo los primeros vuelos a la luna y los viajes
interplanetarios sino también nuestras cambiantes relaciones sociales y políticas en
un mundo gobernado por la tecnología, hoy parecen los enormes fragmentos de un
decorado teatral desechado. 2001: Odisea del espacio comunicaba esta impresión de
un modo particularmente conmovedor. Este film anuncia a mi juicio el fin de la época
heroica de la ciencia ficción moderna. Los paisajes y el vestuario cuidadosamente
concebidos, las maquetas espectaculares, me hicieron pensar en Lo que el viento se
llevó; la epopeya tecnológica se transformaba en una especie de novela histórica al
revés, un mundo cerrado donde nunca se permitía que entrase la luz cruda de la
realidad contemporánea.
Nuestros conceptos de pasado, presente y futuro necesitan ser revisados, cada vez
más. Así como el pasado mismo —en un plano social y psicológico— fue una
víctima de Hiroshima y la era nuclear, así a su vez el futuro está dejando de existir,
devorado por un presente insaciable. Hemos anexado el mañana al hoy, lo hemos
reducido a una mera alternativa entre otras que nos ofrecen ahora. Las opciones
proliferan a nuestro alrededor. Vivimos en un mundo casi infantil donde todo deseo,
cualquier posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede
ser satisfecho en seguida.
Añadiré que a mi criterio el equilibrio entre realidad y ficción cambió
radicalmente en la década del sesenta, y los papeles se están invirtiendo. Vivimos en
un mundo gobernado por ficciones de toda índole: la producción en masa, la
publicidad, la política conducida como una rama de la publicidad, la traducción
instantánea de la ciencia y la tecnología en imaginería popular, la confusión y
confrontación de identidades en el dominio de los bienes de consumo, la anulación
anticipada, en la pantalla de TV, de toda reacción personal a alguna experiencia.
Vivimos dentro de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor
invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar
la realidad.
En el pasado, dábamos siempre por supuesto que el mundo exterior era la
realidad, aunque confusa e incierta, y que el mundo interior de la mente, con sus
sueños, esperanzas, ambiciones, constituía el dominio de la fantasía y la imaginación.
Al parecer esos roles se han invertido. El método más prudente y eficaz para afrontar
el mundo que nos rodea es considerarlo completamente ficticio… y recíprocamente,
el pequeño nodo de realidad que nos han dejado está dentro de nuestras cabezas. La
distinción clásica de Freud entre el contenido latente y el contenido manifiesto de los
sueños, entre lo aparente y lo real, hay que aplicarla hoy al mundo externo de la
llamada realidad.
Frente a estas transformadnos, ¿cuál es la tarea del escritor? ¿Puede seguir
utilizando las técnicas y perspectivas de la novela del siglo XIX, la narrativa lineal, la
mesurada cronología, los personajes representativos fastuosamente instalados en un
tiempo y un espacio amplios? ¿El tema principal puede seguir siendo las fuentes
pretéritas de un carácter o una personalidad, la lenta inspección de las raíces, el
examen de los matices más sutiles que puedan encontrarse en el mundo del
comportamiento social y las relaciones humanas? ¿Posee aún el escritor autoridad
moral suficiente para inventar un universo autónomo y cerrado en sí mismo,
manejando a sus personajes como un inquisidor que conoce de antemano todas las
preguntas? ¿Tiene derecho a dejar de lado lo que prefiere no entender, incluyendo sus
motivos y prejuicios, y su propia psicopatología?
Entiendo que el papel, la autoridad y la libertad misma del escritor han cambiado
radicalmente. Estoy convencido de que en cierto sentido el escritor ya no sabe nada.
No hay en él una actitud moral. Al lector sólo puede ofrecerle el contenido de su
propia mente, una serie de opciones y alternativas imaginarias. El papel del escritor
es hoy el del hombre de ciencia, en un safari o en el laboratorio, enfrentado a un
terreno o tema absolutamente desconocidos. Todo lo que puede hacer es esbozar
varias hipótesis y confrontarlas con los hechos.
Crash es un libro de ese tipo, una metáfora extrema para una situación extrema,
un conjunto de medidas desesperadas a las que sólo se recurrirá en caso de
emergencia. Si no me equivoco, y si lo que he hecho en estos últimos años es intentar
redescubrir el presente, Crash es una novela apocalíptica de hoy que continúa la serie
iniciada por otros libros míos en los que imaginaba un cataclismo mundial en un
futuro cercano o inmediato: El mundo sumergido. La sequía y El mundo de cristal.
Crash por supuesto no trata de una catástrofe imaginaria, por muy próxima que
pueda parecer, sino de un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las
sociedades industriales, y que provoca cada año miles de muertos y millones de
heridos. ¿Es lícito ver en los accidentes de automóvil un siniestro presagio de una
boda de pesadilla entre la tecnología y el sexo? ¿La tecnología moderna llegará a
proporcionarnos unos instrumentos hasta ahora inconcebibles para que exploremos
nuestra propia psicopatología? ¿Estas nuevas fijaciones de nuestra perversidad innata
podrán ser de algún modo benéficas? ¿No estamos asistiendo al desarrollo de una
tecnología perversa, más poderosa que la razón?
A lo largo de Crash he tratado el automóvil no sólo como una metáfora sexual
sino también como una metáfora total de la vida del hombre en la sociedad
contemporánea. En este sentido la novela tiene una intención política completamente
separada del contenido sexual, pero aún así prefiero pensar que Crash es la primera
novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la pornografía es la
forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos
y explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada.
Por supuesto, la función última de Crash es admonitoria, una advertencia contra
ese dominio de fulgores estridentes, erótico y brutal, que nos hace señas llamándonos
cada vez con mayor persuasión desde las orillas del paisaje tecnológico.
J. G. B.